La Argentina lleva 80 años de decadencia. Inoculada con la mentalidad que lleva a la inmensa mayoría de la población a esperar del Estado la solución a los crecientes problemas del país, y con una cultura caudillística de la que nunca nos pudimos librar del todo y en la que recaemos una y otra vez, hemos ido confiándole a sucesivos gobiernos (peronistas, militares, radicales, sucesivos y alternados) la solución de esos problemas con una condición: que esa solución nos cueste lo menos posible. Es lógico que, entonces, esos sucesivos gobiernos (peronistas, militares, radicales, sucesivos y alternados), se hayan aprovechado de ese reclamo de una sociedad que parece no saber, o no querer, valerse por sí misma, hasta terminar convirtiéndolo en una dependencia estructural.
En aquella brillante viñeta, un señor mayor se escandalizaba de la facha de un hippie diciendo: “¡Esto es el acabose!”; y Mafalda contestaba: “No exagere; sólo es el continuose del empezose de ustedes”. Nuestra decadencia actual es el fruto de generaciones que llegan hasta nuestros abuelos, que por activa o por pasiva nos ha llevado a tener un índice de pobreza inédito, un sistema educativo que adoctrina pero no educa, un sistema de salud que no cura pero sí mata, un sistema de seguridad que no combate a la delincuencia pero protege al delincuente (cuando no se asocia con él), una economía que asfixia al que produce y premia al que vive de la prebenda; eso, entre otras infinitas falencias, que abarcan desde las Fuerzas Armadas hasta el Poder Judicial, desde el atraso en el interior de las provincias del norte hasta la infraestructura deficiente en los centros urbanos, desde la violencia urbana hasta la inflación. Agotar la lista es imposible, por el largo del etcétera. La inminencia de un estallido hiperinflacionario le puede agregar dramatismo, pero no sería más que otro etcétera, otro continuose.
Las elecciones del pasado 22 de octubre parecen mostrar a una minoría del 36% de los argentinos que, por resignación o convicción, considera que nada de eso es grave. Que quienes nos gobiernan desde hace 20 años y forman parte de ese continuose pueden seguir adelante cuatro años más administrando el país como lo vienen haciendo. Que a quien hace diez años decía que iba a meter presa a la que hoy es su aliada, debemos creerle hoy que conformará un gobierno de unidad nacional.
Pero la Argentina no saldrá de la decadencia sin reformas estructurales profundas, del Estado, del sistema impositivo, del régimen laboral y previsional, entre otras. Sin ellas, ningún plan de estabilización (ninguna dolarización) servirá para enderezar la economía. Y ningún plan ni reforma de los que necesita el país será fácil, breve ni indoloro para la población. El que prometa lo contrario miente; así: miente.
La Argentina tampoco saldrá de la decadencia sin un cambio cultural, de mentalidad, mucho más difícil de proponer y llevar adelante que las reformas antes mencionadas. Porque tenemos que abandonar la pretensión atávica de esperar las soluciones del Estado; tenemos que asumir la responsabilidad de impulsar las soluciones desde el sector privado, desde la propia iniciativa, sin esperar el surgimiento de un mesías, de un Napoleón que nos venga a ahorrar el esfuerzo y lo haga desde el Gobierno. Podemos estar seguros de que esto último nunca pasará, porque no nos han faltado líderes a los que otorgarles esos títulos, y siempre -¡siempre!- fuimos decepcionados.
Reformas, cambio cultural y, aun antes y sobre todo, la Argentina no saldrá de la decadencia sin grandeza. Nuestros próceres tenían virtudes y vicios. Los hubo enfermos, locos, genios, cínicos, y contradictorios; de un lado o del otro, conservadores, liberales, nacionalistas o progresistas. Pero estaban dispuestos a deponer su interés en beneficio del país que construyeron. Y eso hizo la diferencia.
Es cierto que, así como no se puede impedir que la lógica del mercado sea la del beneficio económico individual, tampoco puede impedirse que la lógica del electorado sea la de la solución de las necesidades personales del votante. Pero esto no impide hacer un llamado a la conciencia de cada votante.
Las elecciones también parecen mostrar que una minoría del 30% de la población considera que, pese a sus evidentes limitaciones personales y a contar con apenas un puñado de legisladores en el Congreso -sin gobernadores, sin intendentes-, Javier Milei puede llevar adelante el cambio que la Argentina necesita.
No sabemos si él es consciente de la magnitud y los desafíos que supone esa tarea. Tampoco sabemos si en su ánimo madurará el político de última hora o lo arruinará todo el Hulk que parece no saber controlar. Menos aún si entiende que las reformas y cambios de que venimos hablando requieren una flexibilidad ideológica que ni él ni muchos de los que lo rodean (viejos y jóvenes) han dado muestras de tener.
Sin embargo, ahí está, solo, frente a la maquinaria del continuose en una segunda vuelta electoral el próximo 19 de noviembre.
Y es que hay otra minoría, de un 24%, que apoyó a una coalición -Juntos por el Cambio- que sí tiene provincias y municipios, pero no tuvo votos para llegar a discutir el poder nacional. Muchos en esa coalición, me consta, quieren cambiar esta Argentina decadente.
Sus dirigentes, ahora, debaten cómo actuar en la segunda vuelta. La mayoría, sin embargo, lo hace especulando en función de su propio poder provincial o municipal. No es raro, entonces, que después se los acuse de ser una casta.
Difícilmente pueda gobernar sin ellos Milei, en la hipótesis de ganar el 19. Pero, probablemente, tampoco pueda sin ellos ganar.
Corre entonces el riesgo, esa dirigencia que dice aspirar al cambio, de terminar convirtiéndose, también, en parte del continuose. Preferirán, mezquinamente, negociar los beneficios para su facción o su parcela de poder con el próximo gobierno peronista, antes que desafiarlo y apostar a otra oportunidad de cambio.
Así, solo le quedará a Milei -humillando sus prejuicios- apelar realmente a “los argentinos de bien”, lo hayan votado o no en primera vuelta, para que le cuiden el comicio, visto que la dirigencia política (Barrionuevo incluido) no parece tener verdadera voluntad de cambio.
Si lograra la epopeya de ganar con esa gente de a pie, el cambio habrá empezado. Porque esa gente habrá empezado a poner sus intereses (y sus aprensiones) personales al servicio de quebrar el continuose. Tendrán un activo para exigirle el cambio al nuevo gobierno.
Sabemos qué pasará si gana Sergio Massa. Será el continuose de la decadencia argentina.
No sabemos qué pasará si gana Milei. Podría ser más de lo mismo. O podría ser el acabose del peronismo… y el empezose de otra oportunidad de cambio.